LAS MUERTES DE DEISY TOUSSAINT

Retrato ilustración de la autora del texto por Elizabeth Montero

Retrato ilustración de la autora del texto por Elizabeth Montero

Por Deisy Toussaint

Dos veces he muerto en mi vida. Una con dos años en el 1989 y otra con veinticuatro en el 2011.

Esta inverosímil afirmación bien podría inducir a algunos a concluir la lectura, a otros sin embargo, a continuarla acuciados por una morbosa curiosidad. Pues bien, es rigurosamente cierto, o casi, porque en realidad no recuerdo nada. Al menos de la primera.

Debía estar allí, fría, entre aquellas cuatro paredes. Pálido el rostro, vestido blanco y una corona de flores adornando mi cabeza… En realidad mi piel debió estar macilenta todo el tiempo que permanecí prostrada en el hospital Robert Reid Cabral, antiguo Angelita, en la ciudad de Santo Domingo. Siempre me he preguntado qué pudo pasar  por mi mente en aquel trance,  ¿escuché todo?, ¿tuve miedo? A tan corta edad solo quedan sensaciones de un recuerdo vago, apenas perceptible en la memoria. Mucho tiempo después sabría que el responsable de  aquel equipo médico firmó con pesar mi  defunción, y  casi por cinco horas permanecí  en el lugar más frío y macabro del sanatorio: la morgue. Supongo que acompañada de otros cadáveres. Supongo también que sin conocimiento,  porque de haberlo tenido, habría llorado sin consuelo. Nadie supo precisar el origen de mi mal; pero a decir verdad, para mi padre, Ramón De Jesús, tampoco constituyó ninguna sorpresa. Desde mi prematuro nacimiento con tan solo cinco meses y medio de gestación, no quiso hacerse ilusiones, ni siquiera fue a declararme en el Registro Civil. Testaruda y perseverante,  mi madre, Ana Rose Toussaint, lo hizo por él y me dio su apellido haitiano. 

Mi madre había venido indocumentada a la República Dominicana en el 1977.  Se quedó en esta parte de la isla buscando una mejor vida en un lugar con más oportunidades. Se casó con Alejandro Pie, haitiano naturalizado como dominicano y tuvo su primera hija; tres años más tarde se separó. Luego conoció a Ramón De Jesús, dominicano,  y de ahí nacimos mis cuatro hermanos y yo. La diferencia de edad entre nosotros oscilaba entre dos y tres años, mi padre alternaba la mecánica y la construcción pero apenas ganaba para darnos de comer. ( ) Ella  trabajaba asistiendo en casas de familia, pero también se ayudaba aplicando todos los conocimientos de medicina natural trasmitidos por su padre, Vertizó Toussaint, quien a su vez fue nieto directo de Toussaint Louverture… pero esa es otra historia.  

En mi memoria más lejana recuerdo a mi madre como la “doctora” del barrio. Por casa pasaban a cualquier hora personas con todo tipo de quebrantos que ella trataba, y aunque asegura que jamás se permitió cobrar honorarios por sus servicios, también es cierto que se hizo acreedora de una buena fama y de excelentes relaciones, que a la postre redundaron en algunos beneficios.  De hecho consiguió que Doña Emma Balaguer, “hermanísima” del presidente de entonces,   le consiguiera algunas becas escolares para nosotros. La desgracia llegó al humilde hogar en forma de una misteriosa dolencia que según dicen me aquejó. Cuando tenía un año y seis meses mi escuálido cuerpecito  se comenzó a inflamar sin causa aparente, al menos para los conocimientos de mi madre. En el hospital, los médicos tampoco la encontraban y si lo hicieron no fueron muy explícitos, el caso es que los medicamentos que recetaban estaban fuera de nuestro alcance. Para comprar leche especial, sueros y medicinas, mi madre se vio obligada a malvender todos sus enseres, toda su ropa, todos sus muebles, cama incluida. Finalmente perdió la batalla.  

En mi cabecita rapada permanecían las marcas de catorce  sueros y sesenta y cuatro  inyecciones, según cuenta mi madre, que tal vez terminarían provocando  varias arritmias o incluso paros cardíacos, que a la postre me llevaron a la muerte. En el velorio, entre pésames y condolencias, la gente miraba conmovida mi cadáver en el interior de aquella cajita blanca. Mis padres, ( ) destrozados, me velaban en medio de la conmoción sin terminar de aceptar su realidad. Mamá miraba y miraba mi imagen en busca  de un indicio imposible que desmintiera todo aquello. Alguien mientras, se ocupó de los trámites de mi entierro.  Y luego de algunas reticencias por las pocas horas transcurridas desde la defunción,  se concertó para las cinco de la tarde. La razón era aplastante, postergarlo hasta el día siguiente habría provocado los primeros síntomas de descomposición. Insufrible para los míos. A la hora de cerrar la caja, mi madre se desgarró en llanto aferrada al pequeño féretro. Hubo que aunar fuerzas entre varias mujeres para arrancarle de su crispado abrazo. Como la situación económica no daba para realizar una ceremonia en funeraria, decidieron trasladarme en una ambulancia a mi casa donde me velarían hasta la hora de continuar el funesto recorrido  al cementerio. Allí  se me enterraría a la hora convenida, y me darían el último adiós. Se lloró mucho. Si bien todos los velorios son tristes de por sí, al tratarse  de una criatura el dolor cobra verdadero protagonismo y ni siquiera  deja brecha  a  chismes, comentarios maliciosos o incluso las chanzas típicas en otro tipo de sepelios. Allí los sollozos se sentían  sinceros y las lágrimas espontáneas.   El afligido domicilio se inundó de un ambiente denso, lento y grave,  donde las  penas eran sentidas, las condolencias  francas  y la conmoción latente, evidenciada  incluso en los tipos más duros e indolentes del barrio. 

Y la hora llegó. Alguien conminó a cerrar definitivamente la caja para el traslado a su última morada. Mi madre lo impedía obstinadamente y tuvieron que volver a  arrancarla del pequeño féretro. Por lo que dicen, hubo gritos, desmayos; casi una histeria colectiva. Los más serenos untaban alcohol en pañuelos y se los daban a oler a las mujeres más afectadas; algunas, en cuanto se reanimaban volvían a sucumbir bajo tamaño  influjo de dolor. Llegó un momento en el que mi madre cayó en una especie de letargo en el que solo emitía un lamento constante, algo así como un susurro ronco… fue entonces cuando aprovecharon para cerrar aquel ataúd diminuto, sacarlo a la calle e introducirlo en la ambulancia que me llevaría al camposanto Cristo Salvador de  la carretera San Isidro, en  Santo Domingo Este.  Dos vecinas  incorporaron como pudieron a la pobre mujer, para comprobar que de improviso una bestial fuerza irrumpía desde sus entrañas impulsándole a salir corriendo,  pidiendo, implorando, suplicando, gritando a todo pulmón  que abrieran la caja. Nadie sabía qué hacer ante tal determinación, ni siquiera mi padre. Nadie se atrevía a opinar. Y tuvo que ser mi tío Martín ( ) el único que mantenía un poco de entereza, quien decidiera permitir a mi madre que le dejaran ver a su hija por última vez. Abrieron de nuevo el féretro  y allí, en aquel interior blanco y mullido, ella debió sentir,  intuir algo;  un hilo de esperanza, un halo  de vida… Mis párpados se movieron. Sus plegarias habían sido oídas y no dudó un instante; me cargó y corrió conmigo a toda prisa. Para cuando los presentes, desconcertados, quisieron reaccionar, ya ella había ganado suficiente distancia con su hija en el regazo. Recelosa de que se la quitaran y la devolvieran al ataúd, se dirigió a toda velocidad calle abajo hasta que abordó un carro público gritando que su hija no estaba muerta, que la llevaran al hospital. Los pasajeros azorados se apearon y cuenta mi madre que el chofer, luego de un vistazo rápido a mis ojitos trémulos, en una excesiva torsión hacia el asiento de atrás, tomó mi carita con una mano  remeneando con cierta brusquedad para confirmar que no estaba muerta. Un rugido de motor y el chirriar de las ruedas en el asfalto convirtieron de pronto a aquel trasto, en un bólido, y al chofer en un piloto de pruebas que aceleraba con temeridad entre el tráfico. Contraviniendo casi todas las normas del código de circulación, provocó que unos instantes después una patrulla de policía iniciara una cinematográfica persecución en la que detrás ya corrían haciendo cola varias motocicletas, algunas con familiares o vecinos que las habían abordado casi en marcha. Otros consiguieron subirse en la ambulancia que se sumaba con sirena y todo a la persecución. El resto corría lo que le daban de sí las piernas hacia la calle principal tratando de parar algún vehículo,  y por lo que cuentan, hasta varios perros se unieron a la zaga del estrafalario cortejo del que, por cierto, mi padre no pudo participar  ya que sufrió un vahído en cuanto se inició aquella alocada e insólita carrera.  El resto no es trascendente: urgencias,  reanimación y estabilizadores del ritmo cardíaco… ¿El diagnóstico? Un ataque de catalepsia en el que mis  signos vitales habían descendido tanto que terminaron  burlando  el estetoscopio  del médico de guardia. Y de no ser por la intuición y tenacidad de mi madre, bien hubiera podido despertar del trance estando ya unos cuantos pies bajo tierra. Como nota anecdótica puedo añadir que no hace tanto tiempo, llegaba de la universidad a casa y mi madre, en cuanto me vio entrar se dirigió sollozando a un señor para mí desconocido,  asegurándole que yo era la niña… El hombre,  incontenible,  también empezó a llorar… y yo, aún sin conocer la razón, terminé uniéndome a aquel encuentro plañidero sin saber a cuento de qué. Cuando se tranquilizaron un poco, comprendí que el desconocido en cuestión era aquel chofer trasgresor que me condujo temerariamente al hospital, y que había estado indagando por el barrio hasta dar con nosotras, veintitantos años después de aquella primera muerte.

Luego  mi vida continuó con cierta normalidad; bueno, toda la que mi aprensiva madre permitió, ya que desde mi “resurrección” me cuidaba como si fuera de porcelana. Después de este episodio, mi padre se fue a vivir a la parte francesa de la isla de San Martín (Antillas menores) en busca de mejor fortuna, era a finales del 1989. Mi madre se quedó sola en Santo Domingo con cinco niños que criar, sin muebles, sin nada, pero conforme. Tenía de vuelta a su niña. Durante  el primer año, mi padre mandaba dinero, ropa y medicamentos; incluso enviaba la leche especial que yo debía tomar mientras me recuperaba y aprendía tardíamente a andar en largas sesiones de rehabilitación. Pero luego comenzaron a pasar los meses… que se convirtieron en años sin que escribiera sus acostumbradas cartas, sin que nos llegara ninguna ayuda, sin que supiéramos de él. Simplemente desapareció de nuestras vidas. Entonces no podía saber que mi madre lloraba todas las noches,  no sabía qué hacer para sacar a sus hijos adelante; viviendo de alquiler, sin una profesión y siendo haitiana, motivo por el cual siempre fue rechazada por la familia de mi padre. Su carga era realmente pesada y su situación desesperante. Solo le daba fuerza recordar las palabras de su padre fallecido

“Un Toussaint no llora”

Poco a poco y con todas las dificultades y precariedades imaginables construyó nuestra vivienda a base de madera y viejas planchas de zinc. Luego humildemente la fue equipando con lo imprescindible. Ajena a todo su drama, fui creciendo. Mi hermana Wendy y yo estudiábamos en el colegio internado de monjas  San Andrés Boca Chica, y solo pasábamos en casa los fines de semana. Y aunque aún  salpicada por ciertas deferencias y atenciones que siempre mi madre me dispensó, me formé y encarrilé mi trayectoria casi olvidada de aquel episodio que si bien debió ser muy traumático, ya  solo constituía para mí una, tal vez algo macabra,  historieta familiar.

Mi segunda defunción, también llegó de improviso. En esta ocasión no perdí el conocimiento, pero casi. Todo empezó aquella mañana calurosa en que me dirigí a solicitar el pasaporte para viajar a Cuba luego de haber obtenido un premio de cuentos en el Concurso Nacional para Talleristas que organizó el Ministerio de Cultura. Poco sabía que esa sería la primera de un sinfín de visitas a la Dirección General de Pasaportes. Una vez depositados mis documentos: acta de nacimiento certificada, copia de cédula, fotos e impuestos pagados VIP; me entregarían el pasaporte en cuestión de un rato. El primer impacto lo recibí en pleno pecho cuando anonadada escuché del funcionario que pasaría mi expediente al departamento legal para ser investigado, porque mi apellido era afrancesado. Cuando absorta, constaté que no se trataba de una broma de mal gusto del operario, me dirigí al departamento recomendado para que alguien me explicara de qué se trataba ese atropello. Continué escuchando explicaciones tan absurdas como indignantes; esta vez, tres empleados confirmaban y corroboraban  que mi apellido revelaba mis raíces haitianas. No pude  escuchar más y quise hablar con la directora de la institución. Caso omiso. Después de mucho insistir me pasaron al Departamento de Fraudes ante un coronel que,  severo y estricto, me preguntaba cómo podía yo demostrar el hecho de haber  nacido en la República Dominicana, tal y como interrogaría a un presunto delincuente. Me trataron como si fuera una vulgar estafadora.

Sentí rabia, impotencia. Un nudo atenazaba mi garganta y salí del lugar pasmada, tratando de digerir  todo aquello. Me negaban mis documentos, mi trayectoria, mis derechos como dominicana, nacida y criada en este país, sin otra cultura, otra bandera u otra educación. De pronto me había quedado  sin nacionalidad… Me había convertido en una muerta civil. Mi lento caminar de zombi lo confirmaba. Luego de veintidós años, volvía a estar muerta. Civil y moralmente muerta. Pero a diferencia de la primera vez, ahora con plena consciencia, íntimamente hacía paralelismos, y el sutil y a la vez abismal contraste lo ponía el conocimiento. Con dos años, estuve a merced de los acontecimientos; ahora también, solo que con ésta,  la injusticia  sacudía mi frustración. No sabía qué hacer ni a dónde dirigirme. A partir de ahí perdería oportunidades, se frenaría mi proyección y lo peor, este trance podría terminar generándome problemas de identidad. Descender directamente de Toussaint Louverture para mí nunca pasó de ser una mera anécdota. Jamás me sentí discriminada por ello; más bien lo contrario. Pero ahora me colocaban frente a su espejo discriminador en el que, además de la joven dominicana que había sido, también se reflejaba mi ascendencia haitiana materna para cuestionar mi dominicanidad. Entonces solo conseguí intuir vagamente el dilatado viacrucis  que me esperaba en una vorágine de trámites, sentencias, tribunales, abogados, aliados, detractores, ONGs, racismos,  ultranacionalismos, denuncias, artículos, entrevistas…que alguien de espíritu quieto como yo, tendría que enfrentar para mantener viva la esperanza de volver a resucitar. Tampoco sabía que debería emular a mi madre y armarme de toda su tenacidad en esta segunda trampa que el destino burlón, me había tendido. 

Nunca pude imaginar  que la opinión pública dominicana sufriría una dicotomía tan marcada entre dos bandos: uno,  abanderado por el sector ultranacionalista anti-haitiano,  inevitablemente salpicado con tintes de rancio racismo, apoyando a ultranza la Sentencia del Tribunal Constitucional 168-13 que  otorgaba un efecto retroactivo de más de 80 años a la reforma de la Constitución del 2010. Y otro,  que incluiría  al sector más liberal y culto del país, detractor de dicha Sentencia que como a mí,  pondría, en un vulnerable estado de “limbo legal” a una multitud de dominicanos de ascendencia haitiana. Sin embargo mantengo la esperanza de que ésta, como la otra, solo sea una muerte aparente.  Y un día aparezca derogada esa absurda Sentencia.

Y ahora, en íntima reflexión acerca de mi vida y de mis muertes,  llego a sospechar que tanto una como otra,  no fueron la causa de un destino cruel y caprichoso, sino la consecuencia de una realidad social. Me estremezco solo de pensar que una raza o una nacionalidad sean las que precisamente determinen el destino de cualquiera. No quiero ni pensar que aquella muerte aparente, en otras circunstancias podría haber sido detectada y tratada correctamente desde su origen.  Se habría evitado mucho sufrimiento. Tampoco me atrevo a constatar que mi apellido y mi color de piel hayan obstaculizado  mi proyección. No en mi propio país. No en este tiempo.